Sobre
todo el extintor, pero quién iba a saberlo. El extintor habría sido la clave de
todo eso, si algunos ojos despiertos lo hubieran mirado.
Pero
no, lo miraban unos ojos supuestamente abiertos, hermosos sí, color miel de las
abejas. Ojos que nada tenían de abiertos y todo de ojos de miel, pintados sobre
párpados caídos, que no dejaban ver bien.
Un
día esas persianas se iban a correr y ella iba a verlo todo como es; sólo era
cuestión de encontrar la cadenita de las persianas. Querido rosario, querida
sarta de cuentas: Te busca la mano. Se trataba de encontrar la cadenita y tirar
de ella con todas las fuerzas, y esperar luego que la luz dejara ver todo como es. Pero no ahora, ahora eran
las persianas caídas y el extintor amarillo, una mañana bronceada y unos ojos lindos
buscando a tientas la cadenita.
Bellísimos
son los ojos que ven el extintor. Son como girasoles con sus pétalos de sol y
sus centros oscuros. Esos centros oscuros
que se agrandan o se reducen dependiendo de lo que miren. Y esta vez se expanden,
quizá por cuestión de resonancia de color, pues es el extintor lo que miran y
el extintor es amarillo. Aunque tal vez no se trate de resonancia sino de contraste,
porque los extintores suelen ser rojos. De modo que un extintor amarillo es
como un zancudo vegetariano, una tortuga morada, un traje de baño en invierno;
algo tan inapropiado como llamativo.
Y así como ella mira el extintor amarillo, que
le causa cierta atracción, desplaza los ojos más hacia la izquierda y el par de
girasoles se mueve, emitiendo visos amarillos, chispas de oro y gotas de miel.
Y ahí está: Una réplica maravillosa de Miró, un afiche en buenas medidas: El oro del azur, haciendo centro en la pared de la recepción, que también es amarilla. La
adornan, además de la muestra de Miró, algunas certificaciones importantes que
se exhiben con orgullo, de la ISO, de no sé qué otro organismo… Hay algo de miopía
entre tanta jalea de girasol. Hay unos reconocimientos escritos, repujados en
alguna lámina parecida al bronce que semeja un pergamino abierto, pero que debe
tener de bronce lo que tiene de original la litografía de Miró.
Ya
llega la chica de la recepción. Debe ser ella. La veo bajarse del asiento del copiloto
de un Focus azul. Se acerca cada vez
más a la puerta de la entrada. Veamos. Saluda a los vigilantes, quienes a su
vez la saludan y la devoran con los ojos. Posa el carnet sobre el dispositivo que
contesta «clic»; que pase. Sí, la puerta se abre y ella emprende la caminata por el largo pasillo. Viene
hacia acá. Tacones sobre vetas de mármol. Éste es un edificio hermoso y antiguo.
Yo,
como siempre, he llegado temprano. Esta vez ha sido bueno burlar el sueño,
burlar el tiempo, burlar la vigilancia del edificio, burlar la gravedad y subir
hasta el piso 22, para sentarme en este mueble de cuero —que es bastante cómodo—.
Todo por hablar con Fernanda. Ojalá valga la pena, porque después de tanto que
he hecho para estar aquí, y no me refiero a las burlas que acabo de mencionar
sino a lo demás: Unas cuantas universidades y un manojo de almanaques de
experiencia.
Por
fortuna ya está llegando la chica de la recepción, viene por el pasillo. Que me
anuncie a Fernanda Beltrán, de Talento Humano… Aunque por la hora que es… dudo
que Fernanda haya llegado... A no ser que Fernanda… A no ser que Fernanda
también…
La
chica saluda con «Buenos días…», y se le nota la sorpresa que le produce mi
presencia aquí. Mientras tanto Miró… Debo parecer una Muchacha evadiéndose, aquí en el
mueble, una escultura con mis piernas cruzadas y una válvula en la cabeza. Debo
tener los ojos más amarillos y más grandes que de costumbre, porque la chica me
ha mirado con cara de «¡Qué ojos más bellos tienes, mujer!». Cosa que viniendo
de los hombres lo tolero bien pero que viniendo de una mujer… la verdad es que…
Mejor me levanto de mi cómodo asiento con toda la intención de resarcir el agravio y, sin
dejar que ella se descuelgue la gran cartera roja que casi le disloca el hombro,
me le acerco y le hablo:
—Hola.
¿Sabes? Vengo a una entrevista con Fernanda Beltrán, de Talento Humano…
La
chica se incomoda. Ella tiene razón pero yo también. Así que no freno y la
atropello. Ni siquiera la he dejado acomodar sus municiones en la trinchera de
madera provista de lo de siempre: Monitor, teclado, teléfono, la foto de un niño,
unas rosas rojas no muy frescas en un bonito florero de porcelana, junto al
cual acaba de descargar la gran cartera roja y la lonchera… Me mira; no como
antes, sino un tanto molesta. A mí me resulta más cómoda esa mirada que la otra,
así que me alegro y espero su respuesta, mirándola atentamente:
—Hola…
Claro, dame unos minutos mientras acomodo todo esto… y… ya te atiendo. Dame
unos minutos nada más. ¿Está bien?
—Claro,
tranquila.
Vuelvo
a tomar asiento en mi cómodo mueble de cuero negro, tan mullido que de pronto
me recuerda mi almohada. Y regreso a la deliciosa contemplación de El oro del azur y las estrellas de Miró, que me refrescan la vista
por un buen rato. Cerca de la chica vi la manguera contra incendios, dentro de
su caja incrustada en la pared, bien doblada, no como una serpiente enroscada
sino como una montaña rusa comprimida. Sí, por las dimensiones de esta sala lo
correcto es que esté así, como una montaña rusa comprimida. Remuevo las
revistas de la mesa de centro, a ver si escojo una. La última edición de Dinero;
aquí se mantienen al día, ya veo. La tomo y empiezo a ojear; mientras la chica
se acomoda en su trinchera y, de repente,
desde allá me dice:
—¿Quién
te abrió la puerta cuando llegaste?
—El
vigilante que estaba aquí. Le dije que venía a una entrevista y enseguida abrió.
Los vigilantes de afuera me pidieron identificación. Y lo de siempre: Me
tomaron una foto, escanearon mi huella, firmé una planilla, pasé a través del
detector de metales, les juré que no tenía antecedentes penales, les juré que
venía en son de paz…
—¡Jajaja!
¿Que les dijiste qué? ¡Ay chica, menos mal y tienes buen humor! Porque lunes… a
esta hora… con el sol que está haciendo afuera… Dime si no provoca estar en la
playita.
El
par de girasoles se movió, tal como lo hacen los girasoles en los campos, en
busca del sol que se colaba por la ventana. Y sin pensar las palabras:
—Sí,
bueno… será esperar las vacaciones. ¡Dulces vacaciones!
—Sí,
pero son tan cortas. Esperamos todo el año por las vacaciones y cuando llegan se
van en un dos por tres, en un abrir y cerrar de ojos. ¿Tú tienes entrevista con
Fernanda, verdad?
—Sí,
Fernanda Beltrán, de…
—No
contesta el teléfono. Déjame volver a llamarla. Ahora tiene la extensión
ocupada. Bueno, pero eso quiere decir que ya llegó. ¡Debió haber llegado bien
temprano! Sigo intentando, sigo intentando.
»Buenos días, Fernanda, por aquí en recepción te
busca… —tapa el auricular con la mano y me pregunta que cuál es mi nombre.
—Luisa
—le digo.
—Luisa.
Te busca Luisa. ¿La hago pasar o tú vienes a buscarla? Tú vienes, ok, gracias
—tranca la llamada y se dirige a mí, otra vez—: En unos minutos viene Fernanda por
ti. Si quieres, siéntate y la esperas, chica.
Yo
me disponía a… pero no me dio chance de volver al mueble mullido. Fernanda
llegó de inmediato. Traía puesta una sonrisa Helena Rubinstein, en un bonito
tono 010 intrigue, y me extendió una
mano de esas que aprietan firme y decidido. A mí se me acabó la intriga y en
cambio me dio la fuerte impresión de que sí, que íbamos a cerrar el negocio.
Fuimos
adentrándonos en ese misterioso y mágico mundo de alfombra, tabiques, teclados,
papel y gente, de lunes a viernes, de ocho a cinco.
Las
estaciones de trabajo son abiertas, modernas, con sillas Hermann Miller, que
son bastante cómodas y hablan muy bien de la importancia que se le da aquí a la
ergonomía.
Alguien escucha John Meyer, Vultures,
y a pesar de que la canción está amortiguada por los audífonos, porque alguien
usa audífonos, a mis oídos llegan las frases que más me gustan y que dicen down to the wire I wanted water but I’ll walk
through the fire if this is what it takes to take me even higher then I’ll come
through like I do when the world keeps tasting me, tasting me, ohhhhhh y el
ohhhhhh me llega diluido, como desde
otro edificio, porque ya caminamos por otro pasillo que a su vez está unido a
otro pasillo en donde está la oficina de Fernanda.
Fernanda
saluda a la gente que se nos cruza en el camino y yo, como no conozco a nadie, apelo
al lenguaje universal de la sonrisa, en un tono Helena Rubistein 003 Enchant, que es de verdad un encanto,
según constato en las miradas que me devuelven los desconocidos.
Justo
antes de entrar en la oficina de Fernanda, porque ella tiene oficina, veo que
la envuelven unas cintas con rayas amarillas y negras —como cebras—, que llevan
impresas cada tanto las palabras: No pase, No pase, No pase, No pase. Fernanda franquea
la puerta de su oficina con confianza. ¿Por qué no iba a pasar con confianza? Después
de todo es su oficina. Yo, en cambio, me
distraigo un poco viendo las cintas y leyendo las palabras… No pase…No… pase…Sin
embargo, y con sumo cuidado para no romper las cintas, atravieso la puerta y en
segundos estamos frente a frente, Fernanda y yo, con una mesa de por medio,
discutiendo temas, preguntando y respondiendo y hasta sonriendo: Un par de
tubos de Colgate exprimiéndose mutuamente. Al cabo de minutos, cada una ha
sacado toda la información de la otra y por lo tanto ha sido productivo este
tiempo. Esta ha sido una buena aproximación, un querer comprimir el tiempo, un
pretender conocernos de años en minutos. Pero bueno, ha sido una buena
entrevista.
Tan
buena ha sido, que hemos decidido pasar de tiempo comprimido a tiempo real, a
conocernos durante años.
Más
de una vez he escuchado salir a Pink
desde los diminutos parlantes de la computadora de José, con frases bastante
apropiadas como: Where there is desire there
is gonna be a flame, where there is a flame someone´s bound to get burned… Y
digo apropiadas porque generalmente van acompañadas de Fernanda atravesando el
pasillo, como un cerro prendido, con su melena roja al viento, a toda velocidad
y subiendo el volumen de su voz a medida que se acerca al cubículo de José, quien
a su vez va apartando las manos del teclado y va echando la cabeza para atrás
en todo un gesto de exasperación. Él
sabe lo que no quisiera que ella supiera pero que ya ella sabe y es que los
tubos que llegaron no son de dos pulgadas sino de cuatro y resulta que… where there is a flame someone´s bound to
get burned… Y, sí, Pink
tiene razón…
Al
salir de la oficina de Fernanda me topé con Alejandro, alias Chiqui, como le
decimos aquí en la oficina, por cariño. Que la campaña va bastante bien y que
están reventando el indicador. Buenas noticias por ese lado. Que si almorzamos.
Le dije que sí. Que si en el lugar de siempre. Le dije que sí. Que estoy más
linda. Casi le digo que sí pero alcancé a decirle gracias.
Chiqui
anda más contento que de costumbre. Hasta en la ropa se le nota: Corbata índigo,
camisa blanca; se ve muy bien. Lo único que no entiendo es por qué últimamente
carga puesto ese arnés y esas eslingas… La verdad… no lo entiendo. Esto es una
oficina; no la planta industrial… Vaya a saber lo que le cruza por la mente al Chiqui
o de qué caída se protege. Nunca le digo nada por eso, esas son nimiedades que
no se preguntan. Además, Chiqui es una de las luminarias de la oficina. ¿Quién
va a querer apagarla con preguntas sobre arneses, que probablemente sólo veo yo?
En
el pasillo principal acabo de ver un aviso de esos que, en otro lado, coloca la
gente de seguridad. Es un triángulo amarillo y en el centro tiene un signo de
admiración lanzado de cabeza… Definitivamente… hay cosas que no entiendo. A
veces pregunto, por ejemplo, por ese signo. Pero no por el aviso en sí, no vaya
a ser que los demás no vean lo mismo que yo y pase como pasó la otra vez con el
vigilante, que se ofendió porque le pregunté quién había enrollado la cinta amarillo
y negro en mi cubículo y él me preguntó, muy serio, ¿Cuál cinta? No hay ninguna
cinta en su cubículo. Y yo nada más… y
bueno, ya eso pasó. Para no generar conflicto busqué el significado en Internet:
¡Peligro general! Imagínate. Ese fue el
día en que empezaron los despidos: Reducción
de nómina, firme aquí y tome su cheque. Por eso el signo de admiración se
lanzaba de cabeza. Y no solo el signo de
admiración estaba de cabeza; varios aquí empezaron a quedar como él, de cabeza,
en fin. Chiqui
me debe estar esperando donde siempre, para almorzar, con esa manía de ser
puntual.
No
es culpa mía, no es culpa mía, Chiqui, se me ha hecho tarde, hasta ahora voy
saliendo de la Junta. Ya le contesté por Whatsapp…
—Y
créeme, Chiqui, que esta vez la gente de seguridad colgó sobre la pared de la
sala de juntas un inmenso triángulo amarillo con una imagen que parecía limadura
de hierro, hormigas, pulgas o algo, tú me entiendes… ¡Ja! Esta vez no necesité
preguntarle a nadie. Yo sé muy bien lo que significa. Riesgo de explosión, eso
significa, Chiqui. Y es que la Junta se dio como toda una explosión… Porque,
Chiqui, cuando se junta ese par… Olvídalo, ahí no hay nada más qué hacer que
guardar silencio y esperar hasta que suene la alarma contra incendios.
Chiqui
se divierte con estas cosas que le cuento y, entre bocado de salmón y bocado de
capressa, me va diciendo que tal vez
le den el ascenso, que Jefe de Unidad sería el nuevo cargo. Me dice que eso lo
anima mucho sobre todo porque la casa nueva la compró con crédito y ahora el
flujo de caja se está secando…
De
pronto, traga bruscamente el bocado y deja los cubiertos en el plato para
tocarse el arnés —que por lo visto sólo yo veo—, y me dice, muy despacio, que…
bueno, que mejor no se hace ilusiones con eso que dijo Alberto sobre el ascenso,
que mejor se queda tranquilo y que sea lo que Dios quiera. Y entonces yo
entiendo por qué El Chiqui usa su arnés:
Para no caerse de las nubes en las que anda metido por lo del ascenso. Para eso
usa el arnés y las eslingas.
Y
el descubrimiento me provoca una risa que es como lluvia fresca entre tanta
llamarada. El Chiqui me mira, un poco desconcertado por mi risa pero bastante
complacido, y me dice:
—¡Ay,
chica, tú estás cada día más linda!
Yo
lo miro y bebo un sorbo de limonada y siento que tengo los ojos más amarillos y
más grandes que de costumbre.
Amalia
es la seguidora de John Meyer en la oficina, y no hay más que bordear su
cubículo para presenciar la lluvia de Vultures a
su alrededor. Es bastante poético presenciar eso y oír de fondo, amortiguada
por los audífonos, la canción: How did they
find me here? What do they
want from me? All of these vultures hiding right outside my door… Aunque puerta, puerta, lo que es
una puerta, no hay aquí…
Ya
en el crepúsculo —porque una puesta de Sol tan hermosa merece una palabra tan esbelta—,
empiezan a aparecen por los pasillos de la oficina los típicos letreros verdes
con un muñequito blanco que parece correr, y debajo del muñequito la frase: Salida.
Salida. Salida de escape. Salida de escape. Sí, sí, ya me voy —pienso cuando
los veo.
Mientras
camino hacia la salida, veo a Julio en su cubículo, sentado, fascinado, tecleando
algo, algún correo debe ser, mientras su talón sube y baja insonoro sobre la
alfombra. Me acerco y, de pronto, Julio se voltea y me sonríe desde su piel
morena y sus hoyuelos en las mejillas, como John Legend, y, sin despegar las
manos de las teclas, empieza a cantar en voz baja: My head's under water but I'm breathing fine you’re crazy and I am out
of my mind 'cause all of me loves all of you…y así me doy cuenta que lo que
está haciendo con el teclado no es escribir, sino tocar All of me.
Cuando
salgo, veo el extintor amarillo y pienso que... si lo viera con los ojos de
verdad… Hay tantas cosas que no entiendo y tal vez… Y, sin piedad, dejo que se
bata detrás de mí la hoja de pesado vidrio que hace de puerta principal, como
una gran cachetada.
Una
vez afuera, apago con mi mano un par de llamas, candela, una que se batía en la
manga de mi blusa y otra a la altura de mi frente. Casi siempre salgo con la
ropa en llamas, con la piel chamuscada, nada del otro mundo, cuestión de dar
unas cuantas palmadas y el incendio se apaga.Y los audífonos del muchacho que
desciende conmigo en el ascensor resoplan, sin ninguna educación: My head is on fire but my legs are fine,
after all they are mine, lay your clothes down on the floor…Close de door…Hold the
phone…Show me how… Carryon en la voz de Nate
Ruess.
Al
salir del ascensor vuelve mi atención a la tarde que se duerme, espléndida.
El
cielo está hecho una jalea, las nubes hechas unos jirones de miel con mermelada
de naranja, y en mis ojos resplandece todo eso y todo lo demás que no veo,
porque con estos ojos no veo bien y si tan solo pudiera encontrar la cadenita...Whatsapp
me recuerda que me esperan a las seis, que para comer sushi.
Que
sí, que ya voy —escribo—, y una carita feliz y una rosa roja adornan la
respuesta. Y sigo caminando, pensando que un chef tan maravilloso como él
debería inventar un plato de lujo que se llame Rolls-Royce… Que sea un plato
que lleve mango, aguacate y anguila. Aunque tal vez es comida china lo que
deberíamos comer. Pero antes de comer, tomar una galleta china, una galleta de
la suerte, y leer en el papelito exactamente la ubicación de la cadenita… Y así
yo… tal vez…
La
mañana siguiente vuelvo frente a la hoja de vidrio, que me mira incólume con
toda su transparencia, con toda su desfachatez. Frente a la puerta, y sólo por
costumbre ya, busco a tientas la cadenita de las persianas para ver si tal vez…
Y esta vez, por fin, la consigo, la toco: Son cuentas diminutas y están frías…
Con
gran emoción, aprieto la cadenita entre el índice y el pulgar y casi la rompo
de un jalón, con ayuda de todos los dedos de la mano. ¡Ja! ¡Tantas ganas tenía
de jalarla! Sorpresa… Ahora veo bien el aviso, que sólo yo veo con los ojos de
verdad: Es un octágono rojo, y es el que usan los patrulleros en las escuelas
para detener el tráfico. El tráfico está detenido y los muchachos atraviesan la
calle de un lado a otro.
***
Escrito por: Ambar Gómez
La foto: Fortune cookies (de Plattmunk, en Freeimages.com)
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