Apenas entró, hizo la maniobra brusca de cerrar su
paraguas, hasta dejarlo encogido como un murciélago dormido. Todo a su
alrededor quedó empapado, incluyéndome. Así que fui buscando la cara del
culpable, lentamente, mientras con una mano limpiaba la lluvia que acababa de bañar
el libro que estaba leyendo.
Él me miraba estupefacto, como si hubiera visto un
fantasma. Estaba de pie. No elegía ningún asiento entre todos los puestos vacíos que
quedaban en el tren. Finalmente, se acercó, inquieto, y se ubicó deliberadamente
frente a mí. Se subió los
lentes de montura negra con el dedo índice. Sus dientes asomaron bajo el bigote
negro cuando me saludó:
—Hola.
—«¿Hola? ¿Hola? ¡Pero qué…! ¡Qué…! ¿Hola? ¿Escuché
bien?»
Había caído al cielo una sarta de estrellas indecisas.
Una Luna lobuna alumbraba desde arriba y se atrevía a espiar; a entrar por la ventana del vagón, mientras yo insistía en secar el
libro, maltrecho por un extraño que ahora me saludaba como si fuese un amigo…
Era de noche… ¡Sí que era de noche! ¡Era la
penumbra, la hora de las sombras!
—«Buenas
noches» —Le respondí. Y esas palabras salieron de mi boca tan
macizas como un ladrillo.
No dije nada más. Él tampoco hablaba; sólo me miraba,
insistente, como quien mira un semáforo, esperando a ver en qué momento la luz
cambia a verde.
En ese silencio cabían siglos y galaxias y estaciones.
También cabía la mesa que nos separaba. Pero era un falso silencio, en una
falsa calma, porque en el aire algo invisible se movía y hacía ruido; algo como
una carga de electricidad o como un vapor explosivo. Y ambos sabíamos que en
cualquier momento se manifestaría.
Yo lo miraba con el
rabillo del ojo. Él hizo un ademán con la mano y, entonces, vi su exasperación.
Lo normal, supuse. A
algunos los exaspera la luz roja del semáforo; a otros, una mirada insistente,
un libro empapado… Estábamos a mano.
Yo concentraba la mirada
en el libro; lo veía inflarse cada vez más a causa de toda el agua que había
bebido. El libro se abultaba como un sapo amenazado. Y no era el sapo el único
que se sentía amenazado: Al lado del sapo estaba el murciélago y al lado del
murciélago estaba él, con sus ojos descarados.
Al rato, dejé de mirarlo
de reojo para mirarlo de frente. Pareció alegrarse. Temblando de emoción decidió
hablar con los ojos. Se le marcaron cientos de patas de gallina en la piel de
la mirada, mientras la sonrisa se le extendió por toda la cara, como un
terremoto, dejando pliegues y pliegues a su paso.
Al ver que yo no le correspondía,
hizo otro ademán con la mano y me miró angustiado; con una mirada grave, aguda
y esdrújula; así, en seguidilla.
Yo no entendí nada, así
que se me agolparon todas las noches, el libro-sapo, el «hola», mis pies fríos y
esa mirada que no podía sacarme de encima:
—¡Oiga! ¡Usted debe estar loco o equivocado! ¡Da
igual! ¿Quién se cree que es? ¡Mire cómo me dejó el libro que leía! ¡Y ahora me
clava los ojos de esa manera! ¿Acaso lo conozco?
La respuesta fue un par de
cúmulos de patas de gallina y una sonora carcajada, que desencajó tanto el tren
como mi mandíbula.
—¿Acaso lo conozco? —En lo que pude, le insistí.
Debió ver que la luz del
semáforo parpadeaba un paso a riesgo en amarillo intermitente, porque arrastró sobre
la mesa el murciélago empapado; lo deslizó de un lado a otro, jugando como un
niño travieso.
Repitió su ademán con la
mano. Luego, me miró largamente… Lo sentí respirar con profunda felicidad, casi
divertido.
Cuando inclinó la cabeza
ante mí, sus lentes de montura negra resbalaron un poco sobre la nariz. Se los
subió de nuevo, con el dedo índice. Juntó las palmas de las manos y sus dientes
asomaron, una vez más, bajo el bigote negro, cuando dijo:
—Namasté.
Luego lo vi acercarse a la
puerta del vagón, murciélago en mano.
Más tarde lo vi bajarse en
una estación.
* * *
Escrito por: Ambar Gómez
La foto: Elephant eye (de Mark Mock, en Freeimages.com)