«[…] y por sus llagas hemos sido sanados»
Isaías 53, 5
Un día,
revisando mi cuenta en Twitter, leí
una frase que a mí me encantó. La frase era esta: «Me gusta el viento. No sé por qué, pero
cuando camino contra el viento, parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas
que quiero borrar.» Es deliciosa la frase, ¿no?, sabe a poesía, es de Mario Benedetti. No era la primera vez que leía esa frase, recuerdo
que, antes, alguien la había publicado en Facebook
y así había llegado ya a mis ojos.
Como ese día
tenía tiempo de sobra, me dediqué a investigar en cuál libro de Benedetti
estaba esa frase. Gracias a Google,
descubrí que en Primavera con una
esquina rota. Así que, sin más rodeo, busqué ese libro y gasté horas leyéndolo.
Es un libro hermoso, aunque doliente. Es
como Jesús en la cruz. Si lo has leído (el libro, no el crucifijo), entiendes
lo que quiero decir. Si no lo has leído, también escribo para ti: El tema es el
exilio, el dolor del destierro, de fondo la dictadura en Uruguay…
Al recorrer las
páginas de Primavera con una esquina
rota, algo en mí se identificaba con el protagonista, con Santiago. Y
es que yo estaba también exiliada, y todo el desgarrón que padecía ese
personaje, de alguna manera me jalaba por dentro, uniéndose a mi propio
desgarrón. Así que leí ese libro muy a
fondo, sintiéndome exiliada, y un poco en cautiverio, yo también.
Al terminar la
lectura, yo quedé un poco… sangrando… Como cuando los médicos curan a las
personas quemadas: Toman una gasa, le ponen algún líquido antiséptico y, sin
compasión, restriegan la piel quemada hasta
dejarla libre de costras y apenas sangrando. Es realmente doloroso ese proceso,
una vez lo viví en carne propia, pero lo hacen así para que la llaga cicatrice
bien. También para mí se avecinaba la curación: Pero yo no lo sabía.
En esos días,
íbamos a la iglesia con mi hermana. Íbamos casi todos los días a misa, porque
habíamos descubierto que todo lo de la religión católica es verdad. Hago
énfasis: Es verdad. Era entre semana. Yo llevaba tiempo fuera de mi país, y
la lectura del libro me ayudaba a entender lo que me pasaba.
«Las ofrendas a Dios son un espíritu dolido; ¡tú no desprecias, oh Dios,
un corazón hecho pedazos!»
Salmo 51 (50), 19
Recuerdo el día:
Apenas llegamos a la iglesia, nos sentamos, había tiempo y asientos de sobra
porque llegamos temprano y era entre semana. Yo empecé a hablarle a Dios en
silencio. Empecé a orar. Quiero decir: Desde mi mente y mi corazón le
hablaba al que lo conoce todo. Le hablaba del dolor del destierro, no del de
Santiago, el personaje del libro; sino del mío, del que yo, gracias al libro,
había descubierto que estaba padeciendo. Le dije mucho ese día, así, sin mover
los labios, y Él, que todo lo escucha, me escuchaba, atentamente, como siempre.
«Lléname de gozo y alegría; alégrame de nuevo, aunque me has quebrantado.»
Salmo 51 (50), 10
La misa la dio
el padre Abel, a quien admiro mucho por su elocuencia, su pedagogía y su fervor,
y sé que si un día lee este testimonio se alegrará. Yo comulgué esa vez,
y todo transcurrió normal.
Cuando el padre
Abel nos dio la bendición final y nos mandó a cada uno a su casa, a descansar,
mi hermana fue a despedirse de Dios frente al tabernáculo, porque Dios,
Jesús, está realmente presente ahí, en el Santísimo Sacramento. Yo me quedé
unos metros atrás, viéndolo desde lejos, al tabernáculo. Estaba esperando a mi
hermana, para salir de la iglesia las dos. De pronto, sentí un lancetazo en el
centro de mi mano derecha. Me dolió lo indecible esa mano. Enseguida me puse de
rodillas y, como pude, en medio de mi turbación, pensé: … ¿Qué… significa
esto?...
Yo sabía que algo había pasado. Sabía que el
dolor que había sentido en mi mano significaba algo. Un amigo de la familia,
que formaba parte de una comunidad católica carismática, siempre decía que
cuando duele la mano derecha es porque Dios está sanando algo.
No sé en qué
momento mi hermana llegó junto a mí. Así que me puse de pie y salimos de la
iglesia. Empezamos a caminar y yo sentí algo que sólo puedo describir como una
reconciliación. Reconciliación con el lugar en dónde estaba, una alegría
plena de estar ahí, ahí y no en otro lado, ahí y no en mi país, me sentía
alegre de estar ahí en donde estaba. ¡Fue una sensación bellísima, una
reconciliación total, con el lugar, con la gente, con todo!
Yo no entendía
bien lo que me estaba pasando. Ahora lo entiendo: El Señor, Jesús de Nazaret,
Dios, acababa de sanarme en un instante. ¡Bendito sea Dios! Pude
entender esta obra de Dios porque Él dispuso todo: El libro de Benedetti, el
signo que Él mismo me dejó sentir en la mano y en la alegría de la
reconciliación: Dios me curó del dolor del destierro. Fue una epifanía, fue
una manifestación de Dios, ¡Dios se manifiesta y sana!
«El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!»
San Lucas 1, 49
Hoy en día, sigo
viviendo fuera de mi país, pero ya curada. Somos muchos los venezolanos que
estamos fuera de nuestro hermoso país. Sé que no sólo yo he padecido el dolor
del destierro. Sé que hay muchos a quienes Dios quiere sanar también, y
no sólo por causa del destierro.
Mucha gente, que
no es venezolana, me dice cosas como: Debes extrañar mucho tu país..., o: Debe
ser difícil para ti estar lejos de tu país… Ellos se extrañan de mi respuesta, porque
les digo que no. Cuando lo digo, hablo en serio, no les miento: ¡Dios me
curó! ¡Y yo tenía que contarles esto!
«Por eso te alabo entre las naciones y canto himnos a tu nombre.»
Salmo 18 (17), 50
Dios no siente
misericordia solamente de los venezolanos, sino de todos sus hijos y de la
creación entera.
«Que los pueblos te den gracias, oh Dios, que todos los pueblos te den
gracias.»
Salmo 67 (66), 4
Testimonio de, y escrito por: Ambar Gómez, en la Solemnidad de la
Epifanía del Señor.
La foto: Jezus Loves, de Patrick Nijhuis
en FreeImages.com
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