La
lancha nos dejó cerca del muelle de madera, pálido de tanto baño en salmuera. En
par de zancadas besamos con los pies la arena, fría todavía por la escarcha mañanera.
Llegamos
sedientos de playa, sedientos de esos días que, por lo incendiados de sol, son
un escándalo. Aurora, feliz, elegía el mejor sitio para montar nuestro toldo,
cosa difícil de decidir en una playa desierta, en donde cada metro era
perfecto, en donde el cielo anunciaba un día maravilloso, con un azul que
contenía todos los azules del mundo. Eran mis ojos los que miraban y admiraban
ese cielo azul, hasta el instante en que Aurora gritó…
Entonces,
el cielo se cuajó en pedazos, como un espejo que reflejara una bruja. Me fueron
cayendo encima, los pedazos, una lluvia de cielo, y fui zanqueando como
autómata, sin saber adónde ir, huyendo de los pedazos que caían. Cuando sentí
un poco de sosiego me devolví sobre mis huellas en busca de Aurora, que aún gritaba,
desquiciada, cosas como:
—¡Pero
qué mala suerte, Roque! ¡No puede ser, con tantas ganas que tenía yo de venir y
justo hoy tenían que aparecer estos bichos aquí! ¡Pero qué mala suerte, Roque!
¡Estos bichos!
Esquivando
los últimos pedazos de cielo quebrado que estaban sobre la arena, finalmente alcancé
a Aurora, y pude decirle:
—¿Pero,
qué bichos? ¿Qué pasa?, ¡con tantos gritos acabas de estallar el cielo en
pedazos!
Aurora
apenas estiró la mano, que guindaba de un brazo blanco marfil. Su boca era una
mueca, un neumático con vida propia. Yo miré hacia donde me señalaba su mano.
Odiosa mano, esa mano de Aurora.
Entonces
vi, bajo algunos trozos de cielo que flotaban en el mar, las aguamalas, como
gelatinas en el agua.
—¡Ladronas!
—grité sin piedad, y con ese grito hice caer otros cuantos pedazos de cielo
sobre el agua.
—¡Asquerosos
bichos! ¡Bichos malos, con las ganas que tenía yo de nadar un rato, de llegar a
La Piedra nadando! ¡Perdimos el viaje, Roque! ¡Perdimos el viaje, Roque! ¡Qué
mala suerte!
La
boca de Aurora seguía quejándose, rezando una sarta de quejas. Así las cosas,
ya para la tercera cuenta yo me había perdido. Veía la boca de Aurora moverse,
sin oírla realmente. Caminaba perdido, como en un laberinto de agua y arena,
qué cosa más rara.
—¡Desgraciadas
aguamalas!¡Ladronas, ladronas! ¡Nos han robado este día de playa! —gritaba
Aurora.
Eran
muchas, las aguamalas, eran cincuenta, eran mil. No sé cuántas eran pero, en un
arranque de impotencia, quise sacarlas del agua, ¡a todas!
Corrí
hacia el agua y metí mis piernas en el mar. Casi al instante, la boca de Aurora
gritó de tal manera que una manada de delfines se detuvo para vernos, y fue
entonces cuando el último trozo de cielo cayó al agua, tenía forma de estrella…
Con semejante alarido yo me detuve en seco, aunque en realidad estaba empapado,
ya tenía el agua a la cintura. Aun así, me detuve en seco, fue entonces cuando
vi, a unos tres palmos de mi cuerpo, una amenazante aguamala, pude verle los
encajes azules, pude verle su cabeza de champiñón enorme y translúcido… Y ahí me quedé, entre el agua. Ya
el sol empezaba a calentar, sentía el cuerpo medio frío: De la cintura para
abajo enterrado en el agua fría; de la cintura para arriba era el tibio sol, atrayéndome,
llamándome. Un sol que es un calor como Aurora.
—¡Estás
loco, Roque! ¡¿Qué haces en el agua?! No te muevas, quédate donde estás, tienes
una cerca de la espalda… Camina hacia la izquierda, despacio… Eso, despacio…—eran
las instrucciones de Aurora, que me salvaban.
—¿Así
está bien?, ¿voy bien? —dije, sin perder de vista la aguamala que tenía en
frente.
—Sí.
Gira, gira a la izquierda, así la puedes mirar tú mismo.
—Ya
está lejos, la estoy viendo.
—Sí…,
menos mal se alejó. No tienes ninguna cerca. Puedes ir saliéndote del agua…
Y
así, me fui saliendo de ese cuerpo denso que es el mar. Caminé, cada vez más
ligero, dejando atrás la resistencia que implica caminar entre el agua, hasta
que mis pies pisaron la arena tibia y asoleada y mis manos se juntaron con las
manos de Aurora. Mis manos en los rulos de Aurora. Nos abrazamos.
—Eres
un bobo, no intentes sacarlas… No lo vuelvas a intentar… Si algo te pasa yo… Te
quiero tanto, Roque, tanto…
—Sólo
quería… ¡Pero qué estúpido soy!… ¡No quise preocuparte, sólo quería sacarlas, que
nos dejaran algo de espacio para nosotros!…
—Ya
está, ya está… Shhhh…
—No
fue mi intención asustarte… Aurora… —Aurora se me pega al cuerpo de una forma
natural, como la sal, como el sol.
—Yo
sé, está bien, ya pasó… No digas nada, Roque…
Aurora
prometió no gritar más, no quejarse más por la presencia ominosa de las
aguamalas… Me lo prometió con cosquillas
y con besos. Yo le creí, feliz, y me tumbé en la arena junto a ella.
El
viejo apareció justo en ese momento, cuando mi mano jugaba con los dedos de
Aurora. El viejo cargaba sobre la cabeza un trozo de cielo que le había caído
encima, pero no se daba cuenta. Su presencia era inquietante. Sólo nos miraba,
desde la punta del muelle…
Por
largo rato ninguno de los dos habló, ni Aurora ni yo, sólo oíamos el ir venir
de las olas que, suaves, volvían al mar, apenas lamiéndonos los pies. Se sentía
un delicioso cosquilleo del sol haciendo su trabajo en nuestras pieles, y salía
uno que otro cangrejo de entre la arena, caminaba de lado, hasta hundirse más
allá, en otro hoyo. Todo eso, y su mano en mi mano… Aurora, mi aurora y mi sol…
Mientras
tanto, el viejo nos miraba.
El
viejo estaba sentado en el muelle, con sus broncíneas piernas colgando, hasta
casi rozar la superficie del agua y entrar en contacto con todo su mundo
oculto.
Al
rato, y casi sin darnos cuenta, teníamos el sol de sombrero, así que Aurora fue
a refugiarse en una tumbona bajo la sombra de los cocoteros. Ya Aurora había tumbado
el cielo, y temía que ahora el viejo, en cualquier momento, despertara al mar
de su letargo. Temía que el viejo metiera el pie en el agua y a punta de ondas
perturbara el mundo submarino, dejando la superficie revuelta a punta de ondas
y a los peces asustados por una pierna humana, peluda, que destrozara su paz.
Eso no lo iba a permitir, así que me acerqué al muelle, y al viejo.
—¡Tan
bonito que era ese cielo! —Fue lo primero que me dijo el viejo, y siguió
tejiendo unas cuerdas de colores que tenía sobre el muelle.
—¡De
pronto se vino abajo! —dije, muy avergonzado, mirando los pedazos de cielo que
flotaban en el mar y sintiendo subir por mi cuerpo un calor que quemaba más
fuerte que el sol, hasta arriba, hasta el borde de las orejas.
—Nada
se viene abajo porque sí.
—Tiene
razón. Ella empezó a gritar por las aguamalas, y el cielo… se vino abajo… Luego
yo…
—¡Tan
bonito que era ese cielo! —Volvió a decir el viejo, mientras me miraba
fijamente, con unos ojos acostumbrados al resplandor de ese sol, y,
probablemente, a la gente como yo.
—Teníamos
mucha ilusión de disfrutar un día en la playa, ¡usted sabe!… Y justo hubo mar
de leva y trajo aguamalas… Hoy el agua está prohibida, las aguamalas queman…
—Las
aguamalas no tumbaron el cielo. Las aguamalas tienen derecho a estar en la
playa. Las aguamalas son hermosas. ¡Mira cuántas aguamalas hay!… ¡Mira, mira!…
La
playa estaba cuajada de gelatinas, de aguamalas, desde el muelle en donde estábamos
se veían mucho mejor.
—Son
demasiadas… —Suspiré, abatido.
—Ajá,
¡son demasiadas! —Sonrió el viejo. Y su sonrisa era algo hermoso, amorosa sonrisa
desdentada, sus ojos que se espichaban a los lados, sobre esa piel curtida por
el sol, esa piel feliz— ¡Las aguamalas no son malas! No sé quién les puso ese
nombre, ¡pero no fui yo!... —Y sonrió, nuevamente— A mí me pasa algo parecido:
Me llamo Narciso, ¡y yo no soy narciso!
—¡Jajaja!
—El viejo me sacó una carcajada, que desemboqué con todo gusto.
El
viejo sonreía y me miraba, estuvo en silencio un rato y luego continuó:
—Son
demasiadas aguamalas, ¡son abundantes! Cuando yo veo todas estas aguamalas yo
pienso en abundancia, yo pienso en el generoso mar que las trae, pienso en los
árboles de mangos que se cargan con la fuerza de la vida, como mujer embarazada,
y luego sus frutos caen como lluvia, sobre todo y sobre todos. Pienso en las
frutas de mi tierra y siento abundancia, porque las da la tierra con todo su impulso,
porque crecen con gracia, porque son sabrosas. Cuando yo como mango, coco o aguacate,
yo agradezco tanta abundancia. Cuando yo siento este sol… ¿Tú sientes este sol
en la piel?, ¿lo sientes?
—¡Claro!
—Ajá.
Cuando yo siento este sol que se entrega todo, que da la cara, que saluda de
frente a todos y todos los días… Cuando yo siento este sol que descuera, yo
siento abundancia. Cuando llueve aquí en la playa y el mar se pica, cuando no
escampa, cuando el aguacero cae con todo su peso y hace crecer el río y los
charcos, yo siento abundancia…
—Usted…
—De
madrugada, cuando lanzamos la red al agua, yo siento en el agua toda su abundancia.
Luego, cuando sacamos la red, roja de pargos, sonrío y agradezco tanta
abundancia. Cuando vienen los turistas a la playa, en temporada, yo siento
abundancia, ¡son tantos los que vienen! Cuando salen las sirenas y cantan y duermen
bajo la luna, yo siento abundancia. ¡Es demasiado, es demasiado! ¡Yo vivo en
abundancia!
—Yo…
—Por
eso, cuando yo veo las aguamalas en la playa, yo siento su vida que palpita, y
eso es un despliegue de abundancia. El cielo, ¡tan bonito que era ese cielo! —En
los ojos del viejo vi formarse agua salada, que no era de mar sino lágrimas, agua
de hombre cuando le quitan lo que quiere.
—Mi
intención no era… Ni la intención de Aurora… Nuestra intención no era destrozar
el cielo… Yo…
—Cuando
veo el cielo hecho pedazos, recuerdo la abundancia en la que vivo… Y, en medio
de tanta abundancia, yo sé… Yo sé, yo siento, que este no es el único cielo. ¡Yo
vivo en abundancia!
Las
lágrimas del viejo chorrearon por sus mejillas curtidas, pero su sonrisa
amorosa estaba ahí, iluminándole el rosto. Las gotas saladas cayeron sobre el
mar y, dejando ondas en la superficie, se fundieron en él; así, pasaron a
formar parte de ese mundo oculto, de ese cuerpo más grande y rico en abundancia.
Escrito por: Ambar Gómez
La foto: Sole-1196669, de Cristian Ruberti en Freeimages.com