martes, 21 de julio de 2015

Un sol que descuera


La lancha nos dejó cerca del muelle de madera, pálido de tanto baño en salmuera. En par de zancadas besamos con los pies la arena, fría todavía por la escarcha mañanera.

Llegamos sedientos de playa, sedientos de esos días que, por lo incendiados de sol, son un escándalo. Aurora, feliz, elegía el mejor sitio para montar nuestro toldo, cosa difícil de decidir en una playa desierta, en donde cada metro era perfecto, en donde el cielo anunciaba un día maravilloso, con un azul que contenía todos los azules del mundo. Eran mis ojos los que miraban y admiraban ese cielo azul, hasta el instante en que Aurora gritó…

Entonces, el cielo se cuajó en pedazos, como un espejo que reflejara una bruja. Me fueron cayendo encima, los pedazos, una lluvia de cielo, y fui zanqueando como autómata, sin saber adónde ir, huyendo de los pedazos que caían. Cuando sentí un poco de sosiego me devolví sobre mis huellas en busca de Aurora, que aún gritaba, desquiciada, cosas como:

—¡Pero qué mala suerte, Roque! ¡No puede ser, con tantas ganas que tenía yo de venir y justo hoy tenían que aparecer estos bichos aquí! ¡Pero qué mala suerte, Roque! ¡Estos bichos!

Esquivando los últimos pedazos de cielo quebrado que estaban sobre la arena, finalmente alcancé a Aurora, y pude decirle:

—¿Pero, qué bichos? ¿Qué pasa?, ¡con tantos gritos acabas de estallar el cielo en pedazos!

Aurora apenas estiró la mano, que guindaba de un brazo blanco marfil. Su boca era una mueca, un neumático con vida propia. Yo miré hacia donde me señalaba su mano. Odiosa mano, esa mano de Aurora.

Entonces vi, bajo algunos trozos de cielo que flotaban en el mar, las aguamalas, como gelatinas en el agua.

—¡Ladronas! —grité sin piedad, y con ese grito hice caer otros cuantos pedazos de cielo sobre el agua.

—¡Asquerosos bichos! ¡Bichos malos, con las ganas que tenía yo de nadar un rato, de llegar a La Piedra nadando! ¡Perdimos el viaje, Roque! ¡Perdimos el viaje, Roque! ¡Qué mala suerte!

La boca de Aurora seguía quejándose, rezando una sarta de quejas. Así las cosas, ya para la tercera cuenta yo me había perdido. Veía la boca de Aurora moverse, sin oírla realmente. Caminaba perdido, como en un laberinto de agua y arena, qué cosa más rara.

—¡Desgraciadas aguamalas!¡Ladronas, ladronas! ¡Nos han robado este día de playa! —gritaba Aurora.

Eran muchas, las aguamalas, eran cincuenta, eran mil. No sé cuántas eran pero, en un arranque de impotencia, quise sacarlas del agua, ¡a todas!

Corrí hacia el agua y metí mis piernas en el mar. Casi al instante, la boca de Aurora gritó de tal manera que una manada de delfines se detuvo para vernos, y fue entonces cuando el último trozo de cielo cayó al agua, tenía forma de estrella… Con semejante alarido yo me detuve en seco, aunque en realidad estaba empapado, ya tenía el agua a la cintura. Aun así, me detuve en seco, fue entonces cuando vi, a unos tres palmos de mi cuerpo, una amenazante aguamala, pude verle los encajes azules, pude verle su cabeza de champiñón enorme y  translúcido… Y ahí me quedé, entre el agua. Ya el sol empezaba a calentar, sentía el cuerpo medio frío: De la cintura para abajo enterrado en el agua fría; de la cintura para arriba era el tibio sol, atrayéndome, llamándome. Un sol que es un calor como Aurora.

—¡Estás loco, Roque! ¡¿Qué haces en el agua?! No te muevas, quédate donde estás, tienes una cerca de la espalda… Camina hacia la izquierda, despacio… Eso, despacio…—eran las instrucciones de Aurora, que me salvaban.
—¿Así está bien?, ¿voy bien? —dije, sin perder de vista la aguamala que tenía en frente.
—Sí. Gira, gira a la izquierda, así la puedes mirar tú mismo.
—Ya está lejos, la estoy viendo.
—Sí…, menos mal se alejó. No tienes ninguna cerca. Puedes ir saliéndote del agua…

Y así, me fui saliendo de ese cuerpo denso que es el mar. Caminé, cada vez más ligero, dejando atrás la resistencia que implica caminar entre el agua, hasta que mis pies pisaron la arena tibia y asoleada y mis manos se juntaron con las manos de Aurora. Mis manos en los rulos de Aurora. Nos abrazamos.

—Eres un bobo, no intentes sacarlas… No lo vuelvas a intentar… Si algo te pasa yo… Te quiero tanto, Roque, tanto…
—Sólo quería… ¡Pero qué estúpido soy!… ¡No quise preocuparte, sólo quería sacarlas, que nos dejaran algo de espacio para nosotros!…
—Ya está, ya está… Shhhh…
—No fue mi intención asustarte… Aurora… —Aurora se me pega al cuerpo de una forma natural, como la sal, como el sol.
—Yo sé, está bien, ya pasó… No digas nada, Roque…

Aurora prometió no gritar más, no quejarse más por la presencia ominosa de las aguamalas…  Me lo prometió con cosquillas y con besos. Yo le creí, feliz, y me tumbé en la arena junto a ella.

El viejo apareció justo en ese momento, cuando mi mano jugaba con los dedos de Aurora. El viejo cargaba sobre la cabeza un trozo de cielo que le había caído encima, pero no se daba cuenta. Su presencia era inquietante. Sólo nos miraba, desde la punta del muelle…

Por largo rato ninguno de los dos habló, ni Aurora ni yo, sólo oíamos el ir venir de las olas que, suaves, volvían al mar, apenas lamiéndonos los pies. Se sentía un delicioso cosquilleo del sol haciendo su trabajo en nuestras pieles, y salía uno que otro cangrejo de entre la arena, caminaba de lado, hasta hundirse más allá, en otro hoyo. Todo eso, y su mano en mi mano… Aurora, mi aurora y mi sol…

Mientras tanto, el viejo nos miraba.

El viejo estaba sentado en el muelle, con sus broncíneas piernas colgando, hasta casi rozar la superficie del agua y entrar en contacto con todo su mundo oculto.

Al rato, y casi sin darnos cuenta, teníamos el sol de sombrero, así que Aurora fue a refugiarse en una tumbona bajo la sombra de los cocoteros. Ya Aurora había tumbado el cielo, y temía que ahora el viejo, en cualquier momento, despertara al mar de su letargo. Temía que el viejo metiera el pie en el agua y a punta de ondas perturbara el mundo submarino, dejando la superficie revuelta a punta de ondas y a los peces asustados por una pierna humana, peluda, que destrozara su paz. Eso no lo iba a permitir, así que me acerqué al muelle, y al viejo.

—¡Tan bonito que era ese cielo! —Fue lo primero que me dijo el viejo, y siguió tejiendo unas cuerdas de colores que tenía sobre el muelle.
—¡De pronto se vino abajo! —dije, muy avergonzado, mirando los pedazos de cielo que flotaban en el mar y sintiendo subir por mi cuerpo un calor que quemaba más fuerte que el sol, hasta arriba, hasta el borde de las orejas.
—Nada se viene abajo porque sí.
—Tiene razón. Ella empezó a gritar por las aguamalas, y el cielo… se vino abajo… Luego yo…
—¡Tan bonito que era ese cielo! —Volvió a decir el viejo, mientras me miraba fijamente, con unos ojos acostumbrados al resplandor de ese sol, y, probablemente, a la gente como yo.
—Teníamos mucha ilusión de disfrutar un día en la playa, ¡usted sabe!… Y justo hubo mar de leva y trajo aguamalas… Hoy el agua está prohibida, las aguamalas queman…
—Las aguamalas no tumbaron el cielo. Las aguamalas tienen derecho a estar en la playa. Las aguamalas son hermosas. ¡Mira cuántas aguamalas hay!… ¡Mira, mira!…

La playa estaba cuajada de gelatinas, de aguamalas, desde el muelle en donde estábamos se veían mucho mejor.

—Son demasiadas… —Suspiré, abatido.
—Ajá, ¡son demasiadas! —Sonrió el viejo. Y su sonrisa era algo hermoso, amorosa sonrisa desdentada, sus ojos que se espichaban a los lados, sobre esa piel curtida por el sol, esa piel feliz— ¡Las aguamalas no son malas! No sé quién les puso ese nombre, ¡pero no fui yo!... —Y sonrió, nuevamente— A mí me pasa algo parecido: Me llamo Narciso, ¡y yo no soy narciso!
—¡Jajaja! —El viejo me sacó una carcajada, que desemboqué con todo gusto.

El viejo sonreía y me miraba, estuvo en silencio un rato y luego continuó:

—Son demasiadas aguamalas, ¡son abundantes! Cuando yo veo todas estas aguamalas yo pienso en abundancia, yo pienso en el generoso mar que las trae, pienso en los árboles de mangos que se cargan con la fuerza de la vida, como mujer embarazada, y luego sus frutos caen como lluvia, sobre todo y sobre todos. Pienso en las frutas de mi tierra y siento abundancia, porque las da la tierra con todo su impulso, porque crecen con gracia, porque son sabrosas. Cuando yo como mango, coco o aguacate, yo agradezco tanta abundancia. Cuando yo siento este sol… ¿Tú sientes este sol en la piel?, ¿lo sientes?
—¡Claro!
—Ajá. Cuando yo siento este sol que se entrega todo, que da la cara, que saluda de frente a todos y todos los días… Cuando yo siento este sol que descuera, yo siento abundancia. Cuando llueve aquí en la playa y el mar se pica, cuando no escampa, cuando el aguacero cae con todo su peso y hace crecer el río y los charcos, yo siento abundancia…
—Usted…
—De madrugada, cuando lanzamos la red al agua, yo siento en el agua toda su abundancia. Luego, cuando sacamos la red, roja de pargos, sonrío y agradezco tanta abundancia. Cuando vienen los turistas a la playa, en temporada, yo siento abundancia, ¡son tantos los que vienen! Cuando salen las sirenas y cantan y duermen bajo la luna, yo siento abundancia. ¡Es demasiado, es demasiado! ¡Yo vivo en abundancia!
—Yo…
—Por eso, cuando yo veo las aguamalas en la playa, yo siento su vida que palpita, y eso es un despliegue de abundancia. El cielo, ¡tan bonito que era ese cielo! —En los ojos del viejo vi formarse agua salada, que no era de mar sino lágrimas, agua de hombre cuando le quitan lo que quiere.
—Mi intención no era… Ni la intención de Aurora… Nuestra intención no era destrozar el cielo… Yo…
—Cuando veo el cielo hecho pedazos, recuerdo la abundancia en la que vivo… Y, en medio de tanta abundancia, yo sé… Yo sé, yo siento, que este no es el único cielo. ¡Yo vivo en abundancia!

Las lágrimas del viejo chorrearon por sus mejillas curtidas, pero su sonrisa amorosa estaba ahí, iluminándole el rosto. Las gotas saladas cayeron sobre el mar y, dejando ondas en la superficie, se fundieron en él; así, pasaron a formar parte de ese mundo oculto, de ese cuerpo más grande y rico en abundancia.

Escrito por: Ambar Gómez
La foto: Sole-1196669, de Cristian Ruberti en Freeimages.com